La vitamina D es una vitamina muy especial. Fue identificada a comienzos del siglo veinte. Aparte de su papel fundamental en la protección y el fortalecimiento de los huesos, posee un aspecto único como nutriente y es que puede sintetizarse en el cuerpo humano a través de la luz solar, un hecho que facilita su absorción en los climas cálidos y soleados y suele hacer evidente su carencia cuando hace frío y no sale el sol; pero esa ubicuidad y, en apariencia, sencilla forma de aporte, también complica el hecho de establecer unas cantidades diarias mínimas recomendadas.

La vitamina D (también llamada calciferol) pertenece al grupo de las liposolubles, o sea, de las que se acumulan en las células, y, por tanto, deben consumirse con precaución. Está compuesta por dos formas, Vitamina D2 y Vitamina D3.
La primera (ergocalciferol) suele crearse en el tejido humano y, a veces, se añade a los alimentos. La Vitamina D3 (colecalciferol) se sintetiza en la piel y también se incorpora a la dieta mediante el consumo de alimentos animales. Estas dos vitaminas pueden fabricarse, y parece ser que sus propiedades curativas para las correspondientes deficiencias son las mismas. Ambas son biológicamente inactivas hasta que pasan dos reacciones enzimáticas por hidroxilación, la primera en el hígado y la segunda en los riñones.
Dentro de la alimentación, existen una serie de nutrientes que contienen vitamina D; entre ellos destacan los pescados grasos como el atún, el salmón y la caballa; los diferentes quesos; la yema de huevo, y diversas clases de hongos y setas. Hay que tener en cuenta que esta vitamina se acumula, y puede producir toxicidad cuando abusamos de los suplementos. Los signos incluyen falta de apetito, fatiga, pérdida de peso, náuseas y vómitos. El exceso de vitamina D también puede producir desorientación y problemas importantes del ritmo cardíaco.
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